La noticia de que se vuelve a permitir la caza del lobo, la llamada a deshoras aunque no haya sido para tanto, el marcapasos, los caracoles de las espinacas, la distancia sideral entre el amor real y el supuesto, la calma de los gatos, las obligaciones asociadas a los roles, otra distopía aunque a la española (los supervivientes viajan por una España desolada, su destino es Cádiz), los poemas de los prescriptores que tengo listados, la siesta con sueños pesados y llenos de esquinas y aristas, el corte en el dedo, el aullido a lo lejos. Las tabas, las veletas, los posos de café. Asomarme al balcón a tomar aire.
Los augurios, la certeza de nuestra existencia minúscula, la indiferencia hacia los asuntos serios marcados en las agendas rígidas. Me encantaría que me dieran por muerto, ser aún menos que nada, ser expulsado y olvidado. Toman de nosotros lo que necesitan, nunca nos dan suficiente, si empezamos por arrebatarles el hambre, por perseguir deseos sin sus manipulaciones, querencias que ocurran fuera de sus escenarios, entonces comenzaremos a sentir que es posible la vida afuera. Una existencia sin tener que cumplir requisitos previos antes de salir al bosque, una en la que la retama no tenga ombligo, una donde quepa el silencio inmenso que no pude dejar libre.
Las señales pueden ser pasadas por alto, ignoradas, rebatidas. El oráculo patrocinado es peor que los patíbulos.
