Un llamado de la eternidad
Elena tenía veinticinco años cuando una rara enfermedad comenzó a quitarle rápidamente la vista. El mundo se hundía en la oscuridad y, con él, su alma se desvanecía. Los médicos se llevaron las manos a la cabeza. La muchacha, antes una artista activa y alegre, se volvió retraída, dejó de salir de casa y se hundió en la desesperación. La fe que una vez brilló en el corazón pareció evaporarse junto con los colores del mundo.
Una noche, cuando la oscuridad exterior y la oscuridad interior se fundieron en una, ella susurró con impotencia: "Señor, si existes, dame una señal. Cualquier señal". En ese mismo instante sonó su viejo y olvidado teléfono de teclas, que conservaba como recuerdo de su abuela y que casi nunca cargaba. El número estaba oculto. Elena aceptó el reto con dificultad, a tientas.
Silencio. Y entonces... una voz masculina tranquila, increíblemente tranquila y amorosa dijo: "No tengas miedo. Te veo. Siempre estoy contigo". Y la llamada fue interrumpida. El teléfono se apagó inmediatamente: la batería estaba completamente muerta.
Elena se sentó, conmocionada hasta lo más profundo de su alma. No había miedo ni duda. Sólo había una abrumadora sensación de Presencia, amor y paz como nunca antes había experimentado. La visión no regresó de inmediato. Pero regresó algo más: la fe, que se convirtió no sólo en conocimiento, sino en experiencia de encuentro.
Empezó a aprender a vivir de nuevo, a encontrar la luz no con los ojos, sino con el corazón. Comenzó a ayudar a otras personas ciegas, compartiendo con ellas no sólo sus habilidades, sino también la alegría silenciosa y la confianza que ese llamado misterioso le brindaba.
Ella nunca supo quién era: un ángel, un santo o el Señor mismo quien tocó su alma de una manera tan increíble. Pero lo más importante ella lo sabía: la habían visto. Ella fue escuchada. Ella no está sola en su oscuridad.
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